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Opinión

La salud mental también duerme en la calle

Columna de opinión por Carlos Francisco Reyes Reyes, presidente agrupación Apapachos

Publicado por: Equipo GDigital | viernes 10 de octubre de 2025 | Publicado a las: 11:22

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Hablar de salud mental en Chile sigue siendo en muchos casos un privilegio. Las campañas nos invitan a cuidar nuestra mente, a hablar de nuestras emociones, a ir al psicólogo cuando algo duele por dentro.

Pero ¿Qué pasa con quienes no tienen dónde ir? ¿Qué pasa con la salud mental de quienes viven en la calle, donde no hay privacidad, silencio ni descanso?

En la calle no hay pausas, ni feriados. Se vive con miedo, con hambre, con frío y con un sentimiento constante de invisibilidad. Y cuando uno es invisible, el alma empieza a gritar en silencio.

Muchos de nuestros hermanos y hermanas en situación de calle arrastran historias de abandono, rupturas familiares, consumo problemático, pérdidas o enfermedades que nunca fueron tratadas. No solo perdieron un techo; perdieron vínculos, esperanza y muchas veces, el sentido de existir.

La salud mental no se deteriora solo por el frío o la soledad, sino por la indiferencia. Esa indiferencia que duele más que la intemperie. Porque cada vez que pasamos frente a alguien sin mirarlo, sin saludarlo, reforzamos la idea de que su vida no importa. Y eso —más que cualquier diagnóstico clínico— destruye lentamente la mente y el corazón.

Por eso, cuando los voluntarios salen de noche con una cena caliente o una palabra amable, no solo están alimentando el cuerpo: están recordándole a esa persona que sigue siendo alguien, que aún vale la pena existir. Y en esa simple acción hay un gesto profundamente terapéutico. No lo dice un manual de salud mental, lo dicen los abrazos, las lágrimas y las historias que se comparten en las veredas de Temuco.

Pero también hay algo más profundo: llevamos a Dios a las calles.
Cada plato entregado, cada conversación, cada apapacho, es una oportunidad para recordarle al otro que Dios no se ha olvidado de sus hijos, aunque el mundo los haya dejado al margen, el amor de Cristo los sigue abrazando.

Cuando decimos “no estás solo”, en realidad estamos diciendo: “Dios sigue aquí, contigo, en medio del frío y la oscuridad”.

Porque la fe también sana, el amor también cura, y la esperanza —cuando se comparte— se convierte en medicina. En cada salida, en cada oración improvisada en una esquina, en cada mirada que se cruza entre lágrimas, Dios está presente.

Y quizás esa sea la forma más humana y divina de cuidar la salud mental: devolver la esperanza a quien la perdió.

Si realmente queremos hablar de salud mental, debemos hablar también de injusticia social, exclusión y abandono institucional. No podemos separar la mente de las condiciones en que se vive. Nadie sana solo. Nadie puede cuidar su salud mental cuando no tiene un lugar seguro donde dormir, cuando no hay quien lo escuche, cuando el sistema lo trata como una cifra más.

Como sociedad, tenemos una deuda pendiente: dejar de medicalizar la tristeza y comenzar a humanizar la esperanza. Que los programas públicos no solo entreguen abrigo, sino también contención emocional; que los profesionales de la salud mental salgan a las calles tanto como los voluntarios; que entendamos que la salud mental también se construye con vínculos, con escucha y con amor.

Porque sí, la salud mental también duerme en la calle. Y quizás la verdadera terapia comience cuando decidamos mirar a los ojos a quien el mundo ya no mira. Y cuando entendamos que Dios también camina en esas calles, vestido de persona en situación de calle, esperando un abrazo que le devuelva la esperanza.


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